sábado, 19 de febrero de 2011

Aquí está el primer capítulo de Caín


Caín
1
Cuando el señor, también conocido como dios, se dio 
cuenta de que a adán y eva, perfectos en todo lo que 
se mostraba a la vista, no les salía ni una palabra de la 
boca ni emitían un simple sonido, por primario que 
fuera, no tuvo otro remedio que irritarse consigo mis-
mo, ya que no había nadie más en el jardín del edén 
a quien responsabilizar de la gravísima falta, mientras 
que los otros animales, producto todos ellos, así como 
los dos humanos, del hágase divino, unos a través de 
mugidos y rugidos, otros con gruñidos, graznidos, sil-
bos y cacareos, disfrutaban ya de voz propia. En un 
acceso de ira, sorprendente en quien todo lo podría 
solucionar con otro rápido fíat, corrió hacia la pareja 
y, a uno y luego al otro, sin contemplaciones, sin medias 
tintas, les metió la lengua garganta adentro. En los 
escritos en los que, a lo largo de los tiempos, se han 
ido consignando de forma más o menos fortuita los 
acontecimientos de esas remotas épocas, tanto los de 
posible certificación canónica futura como los que eran 
fruto de imaginaciones apócrifas e irremediablemen-
te heréticas, no se aclara la duda de a qué lengua se 
refería, si al músculo flexible y húmedo que se mueve 
y remueve en la cavidad bucal y a veces fuera, o al 
habla, también llamado idioma, del que el señor la-
mentablemente se había olvidado y que ignoramos 
cuál era, dado que no quedó el menor vestigio, ni tan 
siquiera un corazón grabado en la corteza de un árbol 
con una leyenda sentimental, algo tipo te amo, eva. 
Como una cosa, en principio, no va sin la otra, es 
probable que otro objetivo del violento empellón que 
el señor les dio a las mudas lenguas de sus retoños 
fuese ponerlas en contacto con las interioridades más 
profundas del ser corporal, las llamadas incomodida-
des del ser, para que, en el porvenir, y con algún co-
nocimiento de causa, se pudiera hablar de su oscura 
y laberíntica confusión, a cuya ventana, la boca, ya 
comenzaban a asomar. Todo puede ser. Como es ló-
gico, por escrúpulos de buen artífice que sólo le fa-
vorecían, además de compensar con la debida humildad 
la anterior negligencia, el señor quiso comprobar que 
su error había sido corregido, y así le preguntó a adán, 
Tú, cómo te llamas, y el hombre respondió, Soy adán, tu 
primogénito, señor. Después, el creador se dirigió a la 
mujer, Y tú, cómo te llamas tú, Soy eva, señor, la pri-
mera dama, respondió ella innecesariamente, dado 
que no había otra. El señor se dio por satisfecho, se 
despidió con un paternal Hasta luego, y se fue a su 
vida. Entonces, por primera vez adán le dijo a eva, 
Vámonos a la cama. 
(...) Una cuestión de orden. Antes de proseguir 
con esta instructiva y definitiva historia de caín a la 
que, con nunca visto atrevimiento, arrimamos el hombro, 
tal vez sea aconsejable, para que el lector no se vea 
confundido por segunda vez con anacrónicos pesos y 
medidas, introducir algún criterio en la cronología de 
los acontecimientos. Así lo haremos, pues, comenzan-
do por aclarar alguna maliciosa duda por ahí levanta-
da sobre si adán sería competente para hacer un hijo 
a los ciento treinta años de edad. A primera vista, no, 
si nos atenemos a los índices de fertilidad de los tiem-
pos modernos, pero esos ciento treinta años, en aquella 
infancia del mundo, poco más habrían representado 
que una simple y vigorosa adolescencia que hasta el 
más precoz de los casanovas desearía para sí. Conviene 
recordar, además, que adán vivió hasta los novecientos 
treinta años, luego poco le faltó para morir ahogado 
en el diluvio universal, ya que finó en días de la vida 
de lamec, el padre de noé, futuro constructor del arca. 
Tiempo y sosiego tuvo para hacer los hijos que hizo y 
muchos más si le hubiera dado por ahí. Como ya diji-
mos, el segundo, el que vendría después de caín, fue 
abel, un mozo rubicundo, de buena figura, que, después 
de haber sido objeto de las mejores pruebas de estima 
por parte del señor, acabó de la peor forma. Al tercero, 
como también quedó dicho, lo llamaron set, pero ése 
no entrará en la narrativa que vamos componiendo 
paso a paso con melindres de historiador, por lo tanto 
aquí lo dejamos, un simple nombre y nada más. Aunque 
hay quien afirma que fue en su cabeza donde nació la 
idea de crear una religión, pero de esos delicados asun-
tos ya nos ocupamos abundantemente en el pasado, 
con recriminable ligereza según la opinión de algunos 
peritos, y en términos que muy probablemente sólo 
nos perjudicarán en las alegaciones del juicio final, 
cuando, ya sea por exceso, ya sea por defecto, todas 
las almas sean condenadas. Ahora lo que nos interesa 
es la familia de la que el papá adán es la cabeza, y qué 
mala cabeza fue, no vemos cómo decirlo de otra ma-
nera, ya que bastó que la mujer le trajera el prohibido 
fruto del conocimiento del bien y del mal para que el 
inconsciente primer patriarca, después de hacerse ro-
gar, en verdad más para complacerse a sí mismo que 
por real convicción, se atragantara, dejándonos a no-
sotros, los hombres, para siempre marcados por ese 
irritante trozo de manzana en la garganta que ni sube 
ni baja. Tampoco faltan los que dicen que si adán no 
llegó a tragarse del todo el fruto fatal fue porque el 
señor se apareció de repente queriendo saber lo que 
estaba pasando allí. Y, por cierto, antes de que se nos 
olvide del todo o el recorrido del relato haga inade-
cuada, por tardía, la referencia, hemos de revelar la 
visita sigilosa, medio clandestina, que el señor hizo al 
jardín del edén una noche cálida de verano. Como de 
costumbre, adán y eva dormían desnudos, uno al lado 
del otro, sin tocarse, imagen edificante aunque equí-
voca de la más perfecta de las inocencias. No desper-
taron ellos y el señor no los despertó. Lo que lo había 
llevado hasta allí era el propósito de enmendar un de-
fecto de fábrica que, se dio cuenta tarde, afeaba seria-
mente a sus criaturas, y que consistía, imagínense, en 
la falta de un ombligo. La superficie blanquecina de la 
piel de sus bebés, que el suave sol del paraíso no con-
seguía tostar, se mostraba demasiado desnuda, dema-
siado ofrecida, en cierto modo obscena, si la palabra 
ya existiera entonces. Sin tardanza, no fuesen ellos 
a despertarse, dios extendió el brazo y oprimió levemen-
te con la punta del dedo índice el vientre de adán, luego 
hizo un rápido movimiento de rotación y el ombligo 
apareció. La misma operación, practicada a continua-
ción en eva, dio resultados similares, aunque con la 
importante diferencia de que el ombligo de ella salió 
bastante mejorado en lo que respecta a diseño, contor-
nos y delicadeza de pliegues. Fue ésta la última vez que 
el señor miró una obra suya y halló que estaba bien.
Cincuenta años y un día después de esta afor-
tunada intervención quirúrgica con la que se iniciaba 
una nueva era en la estética del cuerpo humano bajo 
el consensuado lema de que todo en él es mejorable, 
se produjo la catástrofe. Anunciado por el estruendo de 
un trueno, el señor se hizo presente. Venía trajeado 
de manera diferente a la habitual, según lo que sería, 
tal vez, la nueva moda imperial del cielo, con una co-
rona triple en la cabeza y empuñando el cetro como 
una cachiporra. Yo soy el señor, gritó, yo soy el que 
soy. El jardín del edén cayó en silencio mortal, no se 
oía ni el zumbido de una avispa, ni el ladrido de un 
perro, ni un piar de ave, ni un barrito de elefante. Sólo 
una bandada de estorninos que se había acomodado 
en un olivo frondoso cuyo origen se remontaba a los 
tiempos de la fundación del jardín levantó el vuelo en 
un solo impulso, y eran centenares, por no decir mi-
llares, tantos que casi oscurecieron el cielo. Quién ha 
desobedecido mis órdenes, quién se ha acercado al 
fruto de mi árbol, preguntó dios, dirigiéndole directa-
mente a adán una mirada coruscante, palabra desusa-
da pero expresiva como la que más. Desesperado, el 
pobre hombre intentó, sin resultado, tragarse el peda-
zo de manzana que lo delataba, pero la voz no le salía, 
ni para atrás ni para adelante. Responde, insistió la voz 
colérica del señor, al tiempo que blandía amenazado-
ramente el cetro. Haciendo de tripas corazón, cons-
ciente de lo feo que era echarle las culpas a otro, adán 
dijo, La mujer que tú me diste para vivir conmigo es 
la que me ha dado del fruto de ese árbol y yo lo he co-
mido. Se volvió el señor hacia la mujer y preguntó, Qué 
has hecho tú, desgraciada, y ella respondió, La serpien-
te me engañó y yo comí, Falsa, mentirosa, no hay ser-
pientes en el paraíso, Señor, yo no he dicho que haya 
serpientes en el paraíso, lo que sí digo es que he tenido 
un sueño en que se me apareció una serpiente y me 
dijo, Conque el señor os ha prohibido comer el fruto 
de todos los árboles del jardín, y yo le respondí que no 
era verdad, que del único que no podíamos comer el 
fruto era del árbol que está en el centro del paraíso y 
que moriríamos si lo tocábamos, Las serpientes no ha-
blan, como mucho silban, dijo el señor, La de mi sue-
ño habló, Y qué más te dijo, si puede saberse, pregun-
tó el señor esforzándose por imprimir a las palabras 
un tono de sarcasmo nada de acuerdo con la dignidad 
celestial de la indumentaria, La serpiente dijo que no 
tendríamos que morir, Ah, sí, la ironía del señor era 
cada vez más evidente, por lo visto esa serpiente cree 
sa  ber más que yo, Es lo que he soñado, señor, que no 
que  rías que comiésemos de ese fruto porque abriría-
mos los ojos y acabaríamos conociendo el mal y el bien 
como tú los conoces, señor, Y qué hiciste, mujer per-
dida, mujer liviana, cuando despertaste de tan bonito 
sueño, Me acerqué al árbol, comí del fruto y le llevé a 
adán, que también comió, Se me quedó aquí, dijo adán, 
tocándose la garganta, Muy bien, dijo el señor, ya que 
así lo habéis querido, así lo vais a tener, a partir de 
ahora se os ha acabado la buena vida, tú, eva, además 
de sufrir todas las incomodidades del embarazo, in-
cluyendo las náuseas, también parirás con dolor, y, pese 
a todo, sentirás atracción por tu hombre, y él mandará 
en ti, Pobre eva, comienzas mal, triste destino va a ser 
el tuyo, dijo eva, Deberías haberlo pensado antes, y en 
cuanto a tu persona, adán, la tierra ha sido maldecida 
por tu causa, con gran sacrificio conseguirás sacar de 
ella alimento durante toda tu vida, sólo producirá es-
pinos y cardos, y tú tendrás que comer la hierba que 
crece en el campo, sólo a costa de muchos sudores 
conseguirás cosechar lo necesario para comer, hasta 
que un día te acabes transformando de nuevo en tierra, 
pues de ella fuiste hecho, en verdad, mísero adán, tú 
eres polvo y en polvo un día te convertirás. Dicho esto, 
el señor hizo aparecer unas cuantas pieles de animales 
para tapar la desnudez de adán y eva, los cuales se 
guiñaron los ojos el uno al otro en señal de complicidad, 
pues desde el primer día sabían que estaban desnudos 
y de eso bien se habían aprovechado. Dijo entonces el 
señor, Habiendo conocido el bien y el mal, el hombre se 
ha hecho semejante a un dios, ahora sólo me faltaría 
que también fueses a buscar el fruto del árbol de la vida 
para comer de él y vivir para siempre, no faltaría más, 
dos dioses en un universo, por eso te expulso a ti y a 
tu mujer de este jardín del edén, en cuya puerta colo-
caré de guarda a un querubín armado con una espada 
de fuego que nunca dejará entrar a nadie, así que fue-
ra, salid de aquí, no os quiero tener nunca más ante mi 
presencia. Cargando sobre los hombros las malolientes 
pieles, bamboleándose sobre las piernas torpes, adán 
y eva parecían dos orangutanes que por primera vez 
se pusieran en pie. Fuera del jardín del edén la tierra 
era árida, inhóspita, el señor no había exagerado cuan-
do amenazó a adán con espinas y cardos. Tal como 
también dijo, se les había acabado la buena vida.

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