lunes, 28 de febrero de 2011

El año de la muerte de Ricardo Reis (primeras páginas)

Aquí acaba el mar y empieza la tierra. Llueve sobre
la ciudad pálida, las aguas del río corren turbias de barro,
están inundadas las arboledas de la orilla. Un barco oscuro
asciende entre el flujo soturno, es el Highland Brigade
que va a atracar en el muelle de Alcántara. El vapor
es inglés, de la Mala Real, lo emplean para cruzar el
Atlántico, entre Londres y Buenos Aires, como una lanzadera
por los caminos del mar, de aquí para allá, haciendo
escala siempre en los mismos puertos, La Plata,
Montevideo, Santos, Río de Janeiro, Pernambuco, Las
Palmas, por este orden o el inverso, y, si no naufraga en
el viaje, tocará aún en Vigo y en Boulogne-sur-Mer, y al
fin entrará Támesis arriba, como entra ahora por el Tajo,
cuál de los ríos el mayor, cuál la aldea. No es grande
el navío, desplaza catorce mil toneladas, pero aguanta
bien el mar, como probó en esta misma travesía, en la
que, pese al constante mal tiempo, sólo se marearon los
aprendices de viajero transoceánico, o aquellos que, más
veteranos, padecen de incurable fragilidad de estómago,
y, por ser tan regalado y confortable en su arreglo interior,
le ha sido dado, cariñosamente, como al Highland
Monarch, su hermano gemelo, el íntimo apelativo de vapor
de familia. Ambos están provistos de espaciosas
toldillas para el sport y los baños de sol, se puede jugar,
por ejemplo, al cricket, que, siendo juego campestre, se
puede practicar también sobre las olas del mar, demostrándose
así que nada es imposible para el imperio británico,
si ésa es la voluntad de quien allí manda. En días de
amena meteorología, el Highland Brigade es parvulario
y paraíso de ancianos, pero no hoy, que está lloviendo y
ya no vamos a tener otra tarde en él. Tras los cristales
empañados de sal, los chiquillos observan la ciudad cenicienta,
urbe rasa sobre colinas, como si sólo estuviera
construida de casas de una planta, quizá, allá, un cimborrio
alto, un entablamento más esforzado, una silueta
que parece ruina de castillo, salvo si todo es ilusión, quimera,
espejismo creado por la movediza cortina de las
aguas que descienden del cielo cerrado. Los niños extranjeros,
a quienes más ampliamente dotó la naturaleza
de la virtud de la curiosidad, quieren saber el nombre del
lugar, y los padres se lo dicen, o declinan en las amas, las
nurses, las bonnes, las frauleins, o un marinero que acudía
a la maniobra, Lisboa, Lisbon, Lisboone, Lissabon,
cuatro diferentes maneras de enunciar, dejando aparte
las intermedias e imprecisas, quedaron así los chiquillos
sabiendo lo que antes ignoraban, y eso fue lo que ya sabían,
nada, sólo un nombre, aproximadamente pronunciado,
para mayor confusión de las juveniles inteligencias,
con acento propio de argentinos, si de ellos se trataba, o
de uruguayos, brasileños y españoles, que, escribiendo,
desde luego, Lisboa, en castellano o en el portugués de
cada cual, dicen cada uno otra cosa, fuera del alcance del
oído común y de las imitaciones de la escritura. Cuando
mañana, de amanecida, el Highland Brigade salga a la
barra, que haya al menos un poco de sol y de cielo descubierto,
para que la parda neblina de este tiempo astroso
no oscurezca por completo, aún a vista de tierra, la memoria
ya desvanecida de los viajeros que por primera vez
pasaron por aquí, esos niños que repiten Lisboa, por su
propia cuenta transformando el nombre en otro nombre,
aquellos adultos que fruncen el entrecejo y se horrorizan
ante la general humedad que atraviesa las maderas
y los hierros, como si el Highland Brigade acabara
de surgir chorreando del fondo del mar, navío dos veces
fantasma. Por gusto y por voluntad nadie se quedaría en
este puerto.
Serán pocos los que bajen. Atracó el barco, ya fijaron
la escalera al portalón, empiezan a mostrarse abajo,
sin prisa, maleteros y descargadores, salen de sotechados
y garitas los carabineros de servicio, asoman los aduaneros.
Ha ido escampando, pero apenas nada. Se juntan los
viajeros en lo alto de la escalera, como si dudaran de que
haya sido autorizado el desembarco, si habrá cuarentena,
o temieran los peldaños resbaladizos, pero es la ciudad
silenciosa lo que los asusta, quizá ha muerto la gente que
en ella había y la lluvia cae sólo para diluir en barro lo
que aún quedaba en pie. A lo largo de los muelles, otros
barcos atracados lucen mortecinos tras los tragaluces
empañados, los aguilones son ramas desgajadas de árboles
negros, los guindastes están inmóviles. Es domingo.
Más allá de los barracones del muelle empieza la ciudad
sombría, recogida en frontispicios y paredes, por ahora
defendida aún de la lluvia, acaso moviendo una cortina
triste y bordada, mirando hacia fuera con ojos vagos,
oyendo el borboteo del agua de los tejados, canalón abajo,
hasta el basalto de las calzadas, la caliza nítida de las aceras,
los albañales pletóricos, algunas tapas levantadas, si
hubo inundación.
Bajan los primeros pasajeros. Encogidos de hombros
bajo la lluvia monótona, llevan bolsas y maletas, y
muestran el aire perdido de quien vivió el viaje como un
sueño de imágenes fluidas, entre mar y cielo, el metrónomo
de proa subiendo y bajando, el balanceo de la ola,
el horizonte hipnótico. Alguien lleva en brazos un chiquillo,
que, por el silencio, debe de ser portugués, no se
le ocurrió preguntar dónde está, o le avisaron antes,
cuando, para que se durmiera rápido en el camarote sofocante,
le prometieron una ciudad bonita y un vivir feliz,
otro cuento de hadas, pues para éstos no fue precisamente
venturosa la emigración. Y una mujer de cierta
edad, que intenta abrir un paraguas, deja caer la caja de
hojalata verde en forma de baúl que llevaba bajo el brazo,
y el cofrecillo se deshace contra las piedras del muelle,
suelta la tapa, desprendido el fondo, nada contenía
de valor, sólo recuerdos, unos trapos de colores, unas
cartas, retratos que volaron, unas cuentas que eran de vidrio
y se rompieron, ovillos blancos ahora maculados,
uno de ellos desapareció entre el muelle y el costado del
barco, es una pasajera de tercera clase.
Conforme van poniendo pie en tierra, corren a
abrigarse, los extranjeros murmuran contra el temporal,
como si fuéramos nosotros los culpables del mal tiempo,
parecen haber olvidado que en sus francias e inglaterras
suele ser mucho peor, en fin, a éstos todo les sirve con tal
de desdeñar a los países pobres, hasta la lluvia natural,
mayores razones tendríamos nosotros para quejarnos y
aquí estamos callados, maldito invierno este, lo que va
río abajo de tierra fértil arrastrada, con la falta que nos
hace, siendo tan pequeña la nación. Ya empezó la descarga
de equipajes, bajo las capas relucientes los marineros
parecen fetiches con capuz, y abajo, los maleteros portugueses
se mueven más ligeros, es la gorrita de visera, la
chaqueta corta, impermeable, azamarrada, pero tan indiferentes
al remojón que asombran al universo, tal vez este
desdén ante la comodidad mueva a compasión las bolsas
de los viajeros, portamonedas que dicen ahora, y la
compasión se convierta en propina, pueblo atrasado, de
mano tendida, cada uno vende lo que le sobra, resignación,
humildad, paciencia, y que sigamos encontrando
quien haga comercio en el mundo con tales mercancías.
Los viajeros pasan la aduana, pocos como se calculaba,
pero va a llevarles tiempo salir de ella, por ser tantos los
papeles que hay que llenar y tan escrupulosa la caligrafía
de los aduaneros de guardia, es posible que los más rápidos
descansen los domingos. Oscurece y sólo son las
cuatro, con un poco más de sombra se haría la noche,
pero aquí dentro es como si siempre lo fuese, encendidas
durante todo el día las menguadas bombillas, algunas ya
fundidas, aquélla lleva una semana así y aún no la han
cambiado. Las ventanas, sucias, dejan traslucir una claridad
acuática. El aire cargado hiede a ropa mojada, a
equipajes ácidos, a la arpillera de los fardos, y la melancolía
se extiende, hace enmudecer a los viajeros, no hay
ninguna sombra de alegría en este regreso. La aduana es
una antecámara, un limbo de paso, qué será allá fuera.
Un hombre canoso, seco de carnes, firma los últimos
papeles, recibe las copias, se puede ir ya, salir, continuar la
vida en tierra firme. Lo acompaña un maletero cuyo aspecto
físico no será explicado en pormenor o tendríamos
que continuar infinitamente el examen, para que no se
instalara la confusión en la cabeza de quien tuviera que
distinguir uno del otro, si preciso fuese, porque de éste
tendríamos que decir que es seco de carnes, canoso, de
piel morena, de cara afeitada, como ya de aquél se dijo,
pero tan diferentes, pasajero uno, maletero otro. Carga
éste la maleta grande en una carretilla metálica, las otras
dos, pequeñas en comparación, se las colgó del cuello
con una correa que le pasa por la nuca, como un yugo o
el collar de una orden. Fuera, bajo la protección del amplio
tejaroz, posa la carga en el suelo y va a buscar un taxi,
no suele ser preciso, habitualmente los hay por allí a
la llegada de los barcos. El viajero mira las nubes bajas,
luego los charcos en el suelo irregular, las aguas de la
dársena, sucias de aceite, mondas de fruta, detritus varios,
y es entonces cuando repara en unos barcos de guerra,
discretos, no contaba con que los hubiera aquí, pues
el lugar propio de esos navegantes es alta mar, o, no
siendo tiempo de guerra o de ejercicios de ella, en el estuario,
amplio de sobra para proporcionar fondeadero a
todas las escuadras del mundo, como antiguamente se
decía y tal vez se repita aún hoy, sin cuidarse de ver qué
escuadras son. Otros pasajeros salían de la aduana, escoltados
por sus porteadores, y entonces surgió el taxi salpicando
agua con las ruedas. Bracearon alborozados los
pretendientes, pero el maletero saltó al estribo, hizo un
gesto amplio, Es para ese señor, mostrándose así como
incluso un humilde fámulo del puerto lisboeta, cuando la
lluvia y las circunstancias colaboran, puede tener en sus
manos la felicidad y en un momento darla o retirarla, como
Dios con la vida, según se cree. Mientras el conductor
bajaba el portaequipajes fijado en la trasera del automóvil,
el viajero preguntó, notándosele por primera vez
un leve acento brasileño, Por qué están en la dársena
esos barcos, y el maletero respondió, jadeando, pues
ayudaba al conductor a izar la maleta grande, pesada,
Ah, es la dársena de la marina, fue por el mal tiempo, los
mandaron para aquí anteayer, si no, eran capaces de garrar
y encallar en Algés. Llegaban otros taxis, se retrasaron,
o quizá el barco atracara antes de lo previsto, ahora
se notaba en la plaza una algarabía de feria, la satisfacción
de la necesidad se había hecho trivial. Cuánto le debo,
preguntó el viajero. Por encima de la tarifa, lo que
quiera dar, respondió el maletero, pero no dijo cuál era
la tarifa ni el precio real del servicio, se fiaba de la fortuna
que protege a los audaces, aunque los audaces sean
maleteros, Sólo llevo dinero inglés, Ah, eso es igual, y en
la mano derecha tendida vio poner diez chelines, moneda
que brillaba más que el sol, al fin el astro rey logró
vencer las nubes que pesaban sobre Lisboa. Dadas las
grandes cargas y las profundas conmociones, la primera
condición para una larga y próspera vida de maletero es
tener el corazón robusto, de bronce, si no fuera así, redondo
habría caído el dueño de éste, fulminado. Quiere
corresponder a la excesiva generosidad, al menos no
quedar deudor de palabras, por eso aporta informaciones
no pedidas, las une a las manifestaciones de gratitud
que no le escuchan, Son contratorpederos, señor, nuestros,
portugueses, es el Tajo, el Dão, el Lima, el Vouga, el
Tâmega, el Dão es aquel que está más cerca. Son iguales,
hasta podrían cambiar los nombres, todos iguales, gemelos,
pintados de gris-muerte, inundados de lluvia, sin
sombra viva en los combeses, las banderas mojadas como
trapos, dispensando y sin querer faltar, pero en fin, sacamos
en claro que el Dão es éste, quizá volvamos a tener
noticia de él.
El maletero alza la gorra y da las gracias, el taxi
arranca, el conductor quiere que le digan Para dónde, y
esta pregunta, tan sencilla, tan natural, tan adecuada al
lugar y circunstancia, coge desprevenido al viajero, como
si haber comprado el pasaje en Río de Janeiro hubiera
sido y pudiera seguir siendo respuesta para todas las
preguntas, incluso aquéllas pasadas, que en su tiempo no
encontraron más que el silencio, ahora, apenas ha desembarcado,
y ve que no, tal vez porque le han hecho
una de las dos preguntas fatales, Para dónde, la otra, la
peor, sería, Para qué. El conductor miró por el retrovisor,
creyó que el pasajero no había oído, y abría ya la boca
para repetir Para dónde, pero llegó primero la respuesta,
aún irresoluta, suspensiva, A un hotel, Cuál, No
sé, y en cuanto dijo No sé, supo el viajero lo que quería,
con tan firme convicción como si se hubiera pasado el
viaje ponderando la elección, Uno que esté junto al río,
por aquí abajo, Junto al río sólo el Bragança, al empezar
la Rua do Alecrim, no sé si lo conoce, Del hotel no me
acuerdo, pero de la calle sí, sé dónde está, viví en Lisboa,
soy portugués, Ah, es portugués, por el acento pensé que
era brasileño, Tanto se nota, Bueno, algo sí, Llevo dieciséis
años sin venir a Portugal, Dieciséis son muchos
años, va a encontrar grandes cambios aquí, y con estas
palabras se calló bruscamente el taxista.
Al viajero, los cambios no le parecían tantos. La
avenida por donde iban coincidía en general con su recuerdo
de ella, sólo los árboles eran más altos, pero no se
asombra, han tenido dieciséis años para crecer, e incluso
así, en el opaco recuerdo, guardaba frondas verdes, y
ahora la desnudez invernal de las ramas menguaba la dimensión
de las hileras, una cosa iba por la otra. Había
escampado, caían sólo gotas dispersas, pero en el espacio
no se abría ni una hendidura azul, las nubes no se soltaban
unas de otras, forman un extensísimo y único techo
plomizo. Ha llovido mucho, preguntó el pasajero, Es un
diluvio, llevamos ya dos meses con el cielo deshaciéndose
en agua, respondió el conductor, y desconectó el limpiaparabrisas.
Pasaban pocos automóviles, muy raros
tranvías, algún peatón que cerraba desconfiado el paraguas,
a lo largo de las aceras grandes charcos formados
por el atasco de las cloacas, puerta con puerta algunas tabernas
abiertas, lóbregas, las luces viscosas cercadas de
sombra, la imagen taciturna de un vaso sucio de vino sobre
un mostrador de cinc. Estas fachadas son la muralla
que oculta la ciudad, y el taxi sigue a lo largo de ellas, sin
prisa, como si anduviera buscando una brecha, un postigo,
una puerta de la traición, la entrada al laberinto. Pasa
lentamente el tren de Cascais, frenando perezoso, venía
aún con velocidad suficiente para rebasar al taxi, pero
se queda atrás, entra en la estación cuando el automóvil
ya está dando la vuelta a la plaza, y el conductor advierte,
El hotel es ése, a la entrada de la calle. Paró ante un
café, añadió, Lo mejor será que vea primero si hay habitación,
no puedo pararme justo en la puerta por los tranvías.
El pasajero salió, miró fugazmente hacia el café,
Royal de nombre, ejemplo comercial de añoranzas monárquicas
en tiempo de república, o reminiscencia del
último reinado, aquí disfrazado de inglés o francés, curioso
caso este, se lee y no sabe uno cómo decir la palabra,
si royal o ruaiale, tuvo tiempo de debatir la cuestión
porque ya no llovía y la calle es en cuesta, después se
imaginó volviendo del hotel, con habitación, o aún sin
ella, y del taxi ni sombra, desaparecido con el equipaje,
las ropas, los objetos usuales, sus papeles, y se preguntó a
sí mismo cómo iba a vivir si lo privaran de estos y de todos
sus restantes bienes. Ya iba venciendo los peldaños
exteriores del hotel cuando comprendió, por estos pensamientos,
que estaba muy cansado, era lo que sentía,
una fatiga enorme, un sueño del alma, un desespero, si
sabemos con bastante suficiencia lo que eso es para pronunciar
la palabra y entenderla.
La puerta del hotel, al empujarla, hace resonar un
timbre eléctrico, en tiempos debió de haber una campanilla,
dirlin, dirlin, pero hay que contar siempre con el
progreso y sus mejoras. Había un tramo empinado de
escalera, y sobre el arranque del pasamanos, abajo, una
figura de hierro fundido levantando en el brazo derecho
un globo de cristal que representaba, la figura, un paje
en traje de corte, si la expresión gana algo con la repetición
y no es pleonástica, pues nadie recuerda haber visto
paje que no lleve traje de corte, para eso son pajes, más
claro sería decir, Un paje vestido de paje, por la hechura
de la ropa, modelo italiano, renacimiento. El viajero trepó
por los últimos peldaños, parecía increíble tener que
subir tanto para llegar a un primer piso, es la ascensión al
Everest, proeza aún sueño y utopía de montañeros, por
suerte apareció en lo alto un hombre de bigotes con una
palabra de aliento, ánimo, no la dijo, pero así puede traducirse
su manera de mirar y el inclinarse desde el alto
barandal indagando qué buenos vientos y malos tiempos
trajeron a este cliente, Buenas tardes, señor, Buenas tardes,
no llega el aliento para más, el hombre de los bigotes
sonríe comprensivo, Una habitación, y la sonrisa es
ahora de quien pide disculpa, no hay habitaciones en este
piso, aquí es la recepción, el comedor, la sala de estar,
allá dentro cocina y repostero, las habitaciones están
arriba, vamos a tener que subir al segundo, ésta no sirve
porque es pequeña y oscura, ésta tampoco porque la
ventana da hacia atrás, éstas están ocupadas, Lo que quisiera
es una habitación desde donde se viera el río, Ah,
muy bien, entonces le va a gustar la doscientos uno, quedó
libre esta mañana, se la voy a enseñar. La puerta quedaba
al final del pasillo, tenía una chapita esmaltada, números
negros sobre fondo blanco, si no fuese ésta una
recatada habitación de hotel, sin lujos, si fuese el doscientos
dos el número de la puerta, el huésped podría
llamarse Jacinto* y ser dueño de una quinta en Tormes,
no ocurrirían estos episodios en la Rua do Alecrim, sino
en los Campos Elíseos, a la derecha subiendo, como el
Hotel Bragança, sólo en eso se parecen. Al viajero le
gustó la habitación, o las habitaciones, para ser más exactos,
porque eran dos, unidas por un amplio vano en arco,
allí el dormitorio, alcoba se llamaría en otros tiempos, a
* Personaje y situaciones de A cidade e as serras, de Eça Queirós.
(N. del T.)
este lado, la sala de estar, en total casi un piso, con sus
muebles oscuros de caoba pulida, cortinas en las ventanas,
la luz velada. El viajero oyó el rechinar áspero de un
tranvía calle arriba, tenía razón el taxista. Entonces le
pareció que había pasado mucho tiempo desde que dejó
el taxi, si es que estaba aún allí, e interiormente sonrió
ante su miedo a ser robado, Le gusta la habitación, preguntó
el gerente con voz y autoridad de quien lo es, pero
reverencioso, como corresponde al negocio de aposentador,
Me gusta, me quedo, Y, por cuántos días, No
lo sé aún, depende de algunos asuntos que tengo que resolver,
del tiempo que se retrase todo. Es el diálogo corriente,
conversación siempre igual en casos semejantes,
pero en éste de ahora hay un punto de falsedad, pues el
viajero no tiene nada que tratar en Lisboa, ningún asunto
que tal nombre merezca, dijo una mentira, él, que un
día afirmó detestar la inexactitud.
Bajaron al primero, y el gerente llamó a un empleado,
mozo de recados y maletero, para que fuese a buscar
el equipaje de este señor, El taxi está esperando ante el
café, y el viajero bajó con él, para pagar la carrera, aún se
usa hoy este lenguaje de cochero de punto, y comprobar
que nada le faltaba, desconfianza torpe, juicio inmerecido,
que el taxista es persona honrada y sólo quiere que le
paguen lo que marca el contador más la propina de costumbre.
No va a tener la suerte del maletero, no habrá
otro reparto de pepitas de oro, porque, entretanto, ha
cambiado el viajero en recepción parte de su dinero inglés,
no es que la generosidad nos canse, pero no todos
los días son domingo, y la ostentación es un insulto a los
pobres. La maleta pesa mucho más que mi dinero, y
cuando llega al descansillo, el gerente, que allí estaba esperando
y vigilando el transporte, hizo un movimiento
de ayuda, la mano por debajo, gesto simbólico, como
poner la primera piedra, que la carga venía subiendo toda
a cuestas del mozo, mozo de profesión, que no de edad,
que ésta ya carga, cargando él la maleta y pensando de
ella aquellas primeras palabras, de un lado y otro amparado
por los prescindibles auxilios, el segundo lo presta
el huésped, compadecido del esfuerzo. Ya van camino
del segundo piso, Es la doscientos uno, Pimenta, esta vez
de la misma especie, Pimenta tiene suerte, no ha de ir a
los pisos altos, y mientras sube volvió el viajero a entrar
en recepción, un poco sofocado por el esfuerzo, toma la
pluma y escribe en el libro de entradas, sobre sí mismo,
lo que es necesario para que se sepa quién dice ser, en la
cuadrícula del rayado y pautado de la página, nombre
Ricardo Reis, edad cuarenta y ocho, natural de Porto,
estado civil soltero, profesión médico, última residencia
Río de Janeiro, Brasil, de donde procede, viajó en el
Highland Brigade, parece el principio de una confesión,
de una autobiografía íntima, todo lo oculto está en esta
línea manuscrita, ahora el problema es sólo descubrir el
resto, apenas. Y el gerente, que había estado atento, torcido
el cuello, para seguir el encadenamiento de las letras
y descifrarlas, el sentido, piensa que ha quedado sabiendo
esto y aquello, y dice, Doctor, no llega a ser
reverencia, es una marca, el reconocimiento de un derecho,
de un mérito, de una cualidad, lo que requiere una
inmediata retribución, incluso oral, Mi nombre es Salvador,
soy el responsable del hotel, el gerente, si el señor
precisa cualquier cosa, no tiene más que decirlo, A qué
hora se sirve la cena, La cena es a las ocho, doctor, espero
que nuestra cocina le satisfaga, tenemos también
platos franceses. El doctor Ricardo Reis admitió con
un movimiento de cabeza su propia esperanza, cogió la
gabardina y el sombrero, que había dejado en una silla, y
se retiró.
El mozo estaba a la espera, dentro del cuarto, con la
puerta abierta. Ricardo Reis lo vio desde la entrada del
pasillo, sabía que, al llegar allí, el hombre avanzaría la
mano, servicial pero también imperativa, en proporción
al peso de la carga, y mientras iba andando reparó, no se
había dado cuenta antes, en que sólo había puertas a un
lado, el otro era la pared que formaba la caja de la escalera,
pensaba en esto como si se tratase de una importante
cuestión que no debería olvidar, realmente estaba muy
cansado. El hombre recibió la propina, la sintió, más que
mirarla, es lo que hace la costumbre, y quedó satisfecho,
tanto es así que dijo, Señor doctor, muchas gracias, no
podemos explicar cómo se había enterado, él que no vio
el libro-registro, el caso es que las clases subalternas no
son en nada inferiores, en lo que a agudeza y perspicacia
se refiere, a quienes hicieron estudios y se llaman cultos.
A Pimenta sólo le dolía el ala de un omóplato por mal
asentamiento en ella de uno de los refuerzos de la maleta,
no parece hombre con mucha experiencia en carga.
Ricardo Reis se sienta en una silla, pasa los ojos alrededor,
aquí es donde va a vivir no sabe cuántos días, tal
vez acabe alquilando casa e instalando un consultorio,
tal vez vuelva a Brasil, por ahora bastará el hotel, lugar
neutro, sin compromiso, de tránsito y vida en suspenso.
Más allá de los visillos, las ventanas habían cobrado una
luminosidad repentina, son los faroles de la calle. Tan
tarde es ya. Se acabó el día, lo que de él queda está lejos,
en el mar, y va huyendo, hace aún muy pocas horas navegaba
Ricardo Reis por aquellas aguas, ahora el horizonte
está donde su brazo alcanza, paredes, muebles que reflejan
la luz como un espejo negro, y en vez del latido profundo
de las máquinas de vapor, oye el susurro, el murmullo
de la ciudad, seiscientas mil personas suspirando,
gritando lejos, ahora unos pasos cautelosos en el corredor,
una voz de mujer que dice, Ya voy, debe de ser la
criada, estas palabras, esta voz. Abrió una ventana, miró
hacia fuera. Ya no llovía. El aire fresco, húmedo de viento
que pasó sobre el río, entra en el cuarto, enmienda su
atmósfera cerrada, como de ropa por lavar en un cajón
olvidado, un hotel no es una casa, conviene recordarlo
de nuevo, le van quedando olores de éste y de aquélla un
sudor insomne, una noche de amor, un abrigo mojado,
el polvo de los zapatos cepillados en la hora de la marcha,
y luego vienen las camareras a hacer las camas de
limpio, a barrer, queda también su propio halo de mujeres,
nada de esto se puede evitar, son las señales de nuestra
humanidad.
Dejó la ventana abierta, abrió la otra, y, en mangas
de camisa, refrescado y con súbito vigor, empezó a abrir
las maletas, lo ordenó todo en menos de media hora, pasó
su contenido a los muebles, a los cajones de la cómoda,
los zapatos en el cajón de los zapatos, los trajes en las
perchas del armario, el maletín negro de médico en un
fondo oscuro del armario, y los libros en un estante, los
pocos que ha traído consigo, algún latinajo clásico que
no leía regularmente, unos manoseados poetas ingleses,
tres o cuatro autores brasileños, de portugueses no llegaba
a la decena, y en medio de ellos encuentra ahora uno
que pertenecía a la biblioteca del Highland Brigade, se
olvidó de devolverlo antes de desembarcar. A estas horas,
si el bibliotecario irlandés se ha dado cuenta de la
falta, grandes y gravosas acusaciones recaerán sobre la
lusitana patria, tierra de esclavos y ladrones, como dijo
Byron y dirá O’Brien, estas mínimas causas, locales, suelen
originar grandes y mundiales efectos, pero yo soy
inocente, lo juro, fue un olvido sólo, y nada más. Puso el
libro en la mesilla de noche para acabar de leerlo cualquier
día, cuando le apetezca, su título es The god of the
labyrinth, su autor Herbert Quain, irlandés también, por
no singular coincidencia, pero el nombre, ése sí, es singularísimo,
pues sin máximo error de pronunciación podría
leerse, Quién, fíjense, Quain, Quién, escritor que sólo no
es desconocido porque alguien lo encontró en el Highland
Brigade, ahora, si allá estaba este único ejemplar, ni
eso, razón mayor para preguntarnos, Quién. El tedio del
viaje y la sugestión del título lo habían atraído, un laberinto
con un dios, qué dios sería, qué laberinto era, qué
dios laberíntico, y al fin resultaría una simple novela policiaca,
una vulgar historia de asesinato e investigación, el
criminal, la víctima, a no ser que, al contrario, preexista la
víctima al criminal, y, finalmente, el detective, los tres
cómplices de la muerte, en verdad os diré que el lector de
novelas policiacas es el único y real superviviente de la
historia que esté leyendo, si no es que como superviviente
único y real lee todo lector cualquier historia.
Y hay papeles por guardar, estas hojas escritas con
poemas, fechada la más vieja el doce de junio de mil
novecientos catorce, ahí andaba ya la guerra, la Grande,
como después la llamaron mientras preparaban otra mayor,
Maestro, son plácidas todas las horas que perdemos,
si en el perderlas, como en una jarra, ponemos flores, y
luego concluía, De la vida iremos tranquilos, no teniendo
ni el remordimiento de haber vivido. No es así, seguidos,
como están escritos, cada línea lleva su verso obediente,
pero así, seguidos, ellos y nosotros, sin más pausa
que la de la respiración y el canto, los estamos leyendo, y
la hoja más reciente lleva fecha del trece de noviembre
de mil novecientos treinta y cinco, ha pasado mes y medio
tras haberla escrito, aún hoja reciente, y dice, Viven
en nosotros innúmeros, si pienso o siento, ignoro quién
es el que piensa o siente, soy sólo el lugar donde se piensa
y siente, y, no acabando aquí, es como si acabase, dado
que, más allá del pensar y sentir, no hay nada. Si sólo soy
esto, piensa Ricardo Reis después de leer, quién estará
pensando ahora lo que yo pienso, o pienso que estoy pensando
en el lugar en que soy de pensar, quién estará sintiendo
lo que siento, o siento que estoy sintiendo en el
lugar en que siento, quién se sirve de mí para pensar y
sentir, y, de tantos innumerables que en mí viven, yo soy
cuál, quién, Quain, qué pensamientos y sensaciones serán
los que no comparto por pertenecerme a mí sólo,
quién soy yo que los otros no sean, o hayan sido o sean
alguna vez. Reunió los papeles, veinte años día tras día,
hoja tras hoja, los guardó en un cajón del pequeño escritorio,
cerró las ventanas y puso a correr el agua caliente
para lavarse. Pasaban un poco de las siete.
Puntual, cuando aún resonaba la última campanada
de las ocho en el reloj de caja alta que adornaba el
descansillo de recepción, Ricardo Reis bajó al comedor.
El gerente Salvador sonrió, alzando el bigote sobre los
dientes poco limpios, y corrió a abrirle la puerta doble
de paneles de cristal, monogramados con una H y una B
entrelazadas con curvas y contracurvas, apéndices y prolongaciones
vegetales, con reminiscencias de acantos,
palmas, follajes enrollados, dignificando así las artes
aplicadas al trivial oficio hotelero. El maître le salió al
camino, no había otros huéspedes en la sala, sólo dos camareros
acabando de poner las mesas, se oían rumores
de copas tras otra puerta monogramada, por allí entrarían
pronto las soperas, los platos cubiertos, las fuentes.
El mobiliario es lo que suele ser, quien ha visto uno de
estos comedores, los vio todos, a no ser que se trate de
un hotel de lujo, y no es éste el caso, unas luces débiles
en el techo y en las paredes, unos percheros, manteles en
las mesas, blanquísimos, es el orgullo de la gerencia, curados
con lejía en la lavandería, si no en la lavandería de
Caneças, que no usa más que jabón y sol, con tanta lluvia,
desde hace tantos días, ha de tener trabajo atrasado.
Se sentó Ricardo Reis, el maître le dice lo que hay para
comer, sopa, pescado, carne, salvo si el señor doctor está
a régimen, es decir, otra carne, otro pescado, otra sopa,
yo le aconsejaría, para empezar a habituarse a esta nueva
alimentación, recién llegado del trópico después de una
ausencia de dieciséis años, hasta esto saben ya en el comedor
y en la cocina. La puerta que da a recepción fue
entretanto empujada, entró un matrimonio con dos hijos,
niño y niña, color de cera ellos, sanguíneos los padres,
pero todos legítimos por las apariencias, el jefe de
familia al frente, guía de la tribu, la madre guardando a
los chiquillos, que van en medio. Después apareció un
hombre gordo, pesado, con una cadena de oro atravesándole
el estómago, de bolsillo a bolsillo del chaleco, y
luego otro hombre, flaquísimo, de corbata negra y luto
en la manga, nadie más entró durante este cuarto de hora,
se oyen los cubiertos rozando los platos, el padre de
los chiquillos, imperioso, golpea el vaso con el cuchillo
llamando al camarero, el hombre flaco, ofendido en su
luto y educación, lo mira severamente, el gordo mastica,
plácido. Ricardo Reis contempla la sopera de caldo de
gallina, acabó por preferir la dieta, obedeció la sugerencia,
indiferente, no porque le encontrara ventaja especial.
Un repiquetear en los cristales le advierte que vuelve
a llover. Estas ventanas no dan a la Rua do Alecrim,
qué calle será, no la recuerda, si es que alguna vez lo supo,
pero el camarero que viene a cambiarle el plato se lo
explica, Ésta es la Rua Nova do Carvalho, señor doctor,
y preguntó, Qué, le gustó el caldo, por la pronunciación
se ve que el camarero es gallego, Me gustó, por la pronunciación
se había notado ya que el huésped vivió en
Brasil, buena propina se llevó Pimenta.
La puerta se abrió otra vez, ahora entró un hombre
de mediana edad, alto, circunspecto, de rostro largo y picudo,
y una muchacha de unos veinte años, si los tiene,
flaca, aunque más exacto sería decir delgada, se dirigen
hacia la mesa frontera a la de Ricardo Reis, de súbito le
resultó evidente que la mesa estaba a su espera, como un
objeto espera la mano que frecuentemente lo busca y sirve,
serán huéspedes habituales, tal vez los dueños del hotel,
es interesante comprobar cómo olvidamos que los
hoteles tienen dueño, séanlo éstos o no, atravesaron la sala
con paso tranquilo como si estuvieran en su propia casa,
son cosas que se notan cuando se mira con atención. La
muchacha queda de perfil, el hombre está de espaldas,
hablan en voz baja, pero el tono de ella subió cuando dijo,
No, padre, me encuentro bien, son, pues, padre e hija,
conjunción poco habitual en hoteles, en estos tiempos. El
camarero se acercó a servirles, sobrio pero familiar de
modos, después se apartó, ahora la sala está silenciosa, ni
los chiquillos alzan la voz, caso extraño, Ricardo Reis no
recuerda haberles oído hablar, o son mudos o tienen los
labios pegados, presos por grapas invisibles, idea absurda,
pues están comiendo. La joven delgada acabó la sopa, deja
la cuchara, su mano derecha acaricia, como si fuera un
animalito doméstico, a la mano izquierda que descansa
en el regazo. Entonces Ricardo Reis, sorprendido por su
propio descubrimiento, repara en que desde el principio
aquella mano estuvo inmóvil, recuerda que sólo la derecha
desdobló la servilleta, y ahora coge la izquierda y la
posa sobre la mesa, con mucho cuidado, cristal fragilísimo,
y allí la deja estar, junto al plato, asistiendo a la comida,
con los largos dedos extendidos, pálidos, ausentes. Ricardo
Reis siente un estremecimiento, es él quien lo
siente, nadie lo está sintiendo por él, por fuera y por dentro
de la piel se estremece, y mira fascinado la mano paralizada
y ciega que no sabe adónde ir si no la llevan, aquí
a tomar el sol, aquí a oír la conversación, aquí para que te
vea ese señor doctor que vino de Brasil, manecita dos veces
izquierda, por estar de ese lado y por ser manca, inhábil,
inerte, mano muerta mano muerta que no llamarás
en aquella puerta. Ricardo Reis observa que los platos de la
chica vienen ya preparados de la cocina, limpio de espinas
el pescado, cortada la carne, pelada y abierta la fruta, está
claro que padre e hija son huéspedes conocidos, habituales
de la casa, tal vez vivan en el hotel. Llegó el fin de la
comida y aún se demora un momento, dando tiempo,
qué tiempo y para qué, al fin se levantó, aparta la silla, y el
ruido, acaso excesivo, hizo que la muchacha volviera el
rostro, de frente tiene más de los veinte años que antes
aparentaba, pero luego el perfil la devuelve a la adolescencia,
el cuello alto y frágil, el mentón fino, toda la línea
inestable del cuerpo, insegura, inacabada. Ricardo Reis
sale del comedor, se acerca a la puerta de los monogramas,
allí tiene que cambiar un saludo con el hombre gordo,
que también salía, Usted primero, De ningún modo,
no faltaba más, al fin pasa el gordo, Gracias, muchas gracias,
notable manera esta de decir, no faltaba más, si tomáramos
todas las palabras al pie de la letra tendría que
pasar primero Ricardo Reis, porque es innumerables yoes,
según su propia manera de entenderse.
El gerente Salvador tiende ya la llave de la doscientos
uno, hace un ademán solícito de entrega, pero luego
retrae sutilmente el gesto, tal vez el cliente quiera salir al
descubrimiento de la Lisboa nocturna y sus placeres secretos,
después de tantos años en Brasil y tantos días de
travesía oceánica, aunque la noche invernal haga más
apetitoso el sosiego de la sala de estar, aquí al lado, con
sus profundos y altos sillones de cuero, la araña central,
preciosa con sus pinjantes, el gran espejo en el que cabe
toda la sala, que en él se duplica, en otra dimensión que
no es el simple reflejo de las comunes y sabidas dimensiones
que con él se confrontan, anchura, longitud, altura,
porque no están allí una por una, identificables, pero
sí fundidas en una dimensión única, como fantasma inaprehensible
de un plano simultáneamente remoto y próximo,
si en tal explicación no hay una contradicción que
la conciencia sólo por pereza desdeña, aquí se está contemplando
Ricardo Reis, en el fondo del espejo, uno de
los innumerables que es, pero todos fatigados, Voy arriba,
estoy cansado del viaje, fueron dos semanas de mal
tiempo, si hubiera por ahí unos diarios de hoy, para ponerme
al día con la patria mientras me voy quedando
dormido, Aquí los tiene, señor doctor, y en este momento
aparecieron la muchacha de la mano paralizada y su
padre, pasaron a la sala de estar, él delante, ella detrás a
un paso de distancia, la llave ya estaba en manos de Ricardo
Reis, y los periódicos de color ceniza, ajados, una
racha de viento hizo golpear la puerta que da a la calle,
allá en el fondo de la escalera, el timbre zumbó, no es
nadie, sólo el temporal que se recrudece, de esta noche
no vendrá nada más que se aproveche, lluvia, vendaval
en tierra y en el mar, soledad.
El sofá de la habitación es confortable, los muelles,
de tantos cuerpos como se sentaron en ellos, se humanizaron,
hacen un hueco suave, y la luz de la lámpara sobre
el escritorio ilumina el periódico desde un buen ángulo,
esto no parece un hotel, es como estar en casa, en
el seno de la familia, del hogar que no tengo, quién sabe
si lo tendré algún día, éstas son las noticias de mi tierra
natal, y dicen, El jefe de Estado inaugura la exposición
de homenaje a Mousinho de Albuquerque en la Agencia
General de Colonias, no se pueden dispensar las imperiales
conmemoraciones ni olvidar las figuras imperiales,
Hay grandes recelos en Golegã, no recuerdo dónde
queda, Ah, sí, en Ribatejo, si las crecidas destruyen el
dique de los Veinte, curioso nombre, de qué le vendrá,
veremos repetida la catástrofe de mil ochocientos noventa
y cinco, noventa y cinco, tenía yo ocho años, es
lógico que no me acuerde, La mujer más alta del mundo
se llama Elsa Droyon y mide dos metros cincuenta de
altura, a ésta no la cubre la crecida, y la chica, cómo se
llamará, aquella mano paralítica, blanda, debió de ser de
enfermedad, o un accidente, Quinto concurso de belleza
infantil, media página de retratos de chiquillos, desnudos
del todo, al aire los plieguecitos de las carnes, alimentados
con harina lacto-búlgara, algunos de estos
bebés se convertirán en criminales, golfos y prostitutas
por haber sido expuestos así, en su tierna edad, a las
groseras miradas del vulgo que no respeta inocencias,
Prosiguen las operaciones en Etiopía, y de Brasil qué
noticias tenemos, sin novedad, todo acabado, Avance
general de las tropas italianas, no hay fuerza humana capaz
de detener al soldado italiano en su heroico avance,
qué haría, qué hará contra él la espingarda abisinia, la
pobre lanza, el mísero alfanje, El abogado de la famosa
atleta anunció que su cliente se sometió a una importante
operación para cambiar de sexo, dentro de pocos
días será un hombre auténtico, como de nacimiento,
pues que no se olviden de cambiarle también el nombre,
qué nombre, Bocage ante el Tribunal del Santo Oficio,
cuadro del pintor Fernando Santos, bellas artes que por
aquí se hacen, En el Coliseu está la Última Maravilla
con la trepidante y escultural Vanise Meireles, estrella
brasileña, tiene gracia, en Brasil nunca oí hablar de ella,
será culpa mía, aquí a tres escudos la general, butaca a
partir de cinco, en dos sesiones, matinée los domingos,
En el Politeama ponen Las Cruzadas, asombrosa película
histórica, En Port-Said desembarcaron numerosos
contingentes ingleses, cada época tiene sus cruzadas, éstas
son las de hoy, y dice que seguirán hacia la frontera
de la Libia italiana, Lista de portugueses fallecidos en
Brasil en la primera quincena de diciembre, por el nombre
no conozco a nadie, no tengo que ponerme triste,
no necesito ponerme luto, pero realmente mueren muchos
portugueses allá, Comidas de beneficencia a los
pobres aquí, a lo largo del país, cena especial en los asilos,
qué bien tratan en Portugal a los macrobios, qué
bien tratada la infancia desvalida, florecillas de las calles,
y esta noticia, El alcalde de Porto telegrafió al ministro
del Interior, en sesión de hoy, el Ayuntamiento
que presido, valorando debidamente el decreto de auxilio
a los pobres en invierno, decide felicitar a Su Excelencia
por una iniciativa de tan singular belleza, y otras,
Pilones, llenos de heces de ganado, brotes Viruela en
Lebução y Fatela, hay gripe en Portalegre y tifus en
Valbom, murió de viruela una muchacha de dieciséis
años, florecilla campestre, lirio temprano cortado cruelmente
por la muerte, Tengo una perra fox, no pura, que
tuvo ya dos camadas y las dos veces fue sorprendida intentando
comerse las crías, no escapó ninguna, dígame,
señor redactor, lo que debo hacer, El canibalismo de las
perras, querido lector y consultante, se debe en general
a una alimentación deficiente durante la gestación, con
insuficiencia de carne, se les debe dar comida en abundancia,
con carne como base, pero que no falte la leche,
el pan y las legumbres, en fin, una alimentación completa,
si incluso así no pierde la manía, es que no tiene cura,
mátela o no permita que sea cubierta, que aguante el celo,
o mande esterilizarla. Ahora, imaginemos que las
mujeres defectuosamente alimentadas durante su gravidez,
que es lo más común, sin carne, sin leche, sólo con
pan y coles, se pusieran también a devorar a los hijos,
pero, visto que tal cosa no ocurre, según se puede comprobar,
resulta fácil distinguir las personas de los animales,
este comentario no es un añadido del redactor, ni de
Ricardo Reis, que está pensando en otra cosa, en qué
nombre adecuado se le podría poner a esta perra, no la
llamaría Diana o Recordada, y qué tendrá que ver el
nombre con un crimen o con los motivos del crimen, si
el nefando animal va a morir de un bollo envenenado o
de un disparo de escopeta por mano de su dueño, Ricardo
Reis se obstina en seguir pensando, y halla al fin un
apelativo adecuado, uno que viene de Ugolino della
Gherardesca, canibalísimo conde macho que se comió a
sus hijos y a los nietos, y de ello habla, con la debida garantía,
la Historia de Güelfos y Gibelinos, capítulo respectivo,
y también la Divina Comedia, canto trigésimo
tercero del Infierno, se llamará, pues, Ugolina, la madre
que devora a sus propios hijos, tan desnaturalizada que
no se le mueven las entrañas a la piedad cuando con sus
mismas mandíbulas desgarra la blanda y tierna piel de
los indefensos cachorros, los destroza, haciendo estallar
sus huesos tiernos, y los pobres cachorrillos, gimiendo,
mueren sin ver quién los devora, la madre que los parió,
Ugolina no me mates que soy tu hijo.
La hoja que trae tales horrores cae sobre las rodillas
de Ricardo Reis, adormecido. Una racha súbita estremece
los cristales, cae el agua como un diluvio. Por las calles
desiertas de Lisboa anda la perra Ugolina babeando sangre,
gruñendo ante las puertas, aullando en plazas y jardines,
mordiendo furiosa su propio vientre donde ya
está gestándose la próxima camada.